Todos a donde voy se preguntan quién es ese chico de cabellos revueltos que
anda arrastrando los zapatos. Te detienes a la sombra de un poste, enciendes un cigarro,
aspiras hondo, y reanudas tu marcha, te das un tropezón con una parte salida de
la acera, te cuesta reincorporarte y procurando ocultar tu sombrío semblante,
te das cuenta de cuánto más te pesa la vida con cada pisada. –¡Ah! Se acabó el
cigarro–, ahora tienes la garganta seca, te lames los labios, y visualizas sus
besos. –Una lagrima. Sigue caminando ¡Déjate de boludeces!–. Un tipo pasa a tu
lado y te suelta una sonrisa, –apuesto a que se estaba burlando de mí–, una vieja
gorda que te golpea con el hombro, –perra–. La última persona que ves es una mina
preciosa que te lanza una mirada de puta queriéndote comer con los ojos, solo
puedes reírte de ella. Te vas acercando a casa y verificas que no haya nadie
cerca conocido, quitas los candados y te recuestas contra la puerta aliviado para
tus adentros de por fin estar a salvo, luego mientras subes las escaleras,
recuerdas que vives en un manicomio, te diriges directo tu pieza evadiendo cualquier
encontrón, te encierras y te da la sensación
de llevar una camisa de fuerza encima, tratas de echar un vistazo por la
ventana, –está llena de hollín– y te da pena el limpiarla. Te sobresaltas cuando tu
madre te pregunta a través de la puerta si ya comiste algo, le mientes para no
preocuparla, esperas a que se aleje para derrumbarte sobre la cama, te refugias
bajo la sabanas aún frías, ya son las once, comienza a desvanecerse la cafeína y
te alegras de haber acabado otro maldito día.
Eventualmente te cambiaré por alguien más y tu desdén
ya no tendrá efecto sobre mí.
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