lunes, 3 de diciembre de 2012

Diciembre.

Apenas es diciembre y las calles ya repletas de luces, árboles adornados que esferas de todos los colores, los más brillantes que te puedas imaginar, y los villancicos, ay dios, los villancicos, la ciudad apesta a navidad…

Recuerdas que cuando eras pequeño y toda la familia se reunía frente a la misma mesa, todos los primos jugaban, correteándose alrededor del patio. Tú te detenías para recobrar el aliento, quedabas como en trance y perdías la cuenta cuando los adultos intercambiaban palabras extrañas, te acercabas tratando de entender de qué hablaban y querías a como dé lugar formar parte de la discusión, haciendo memoria en un esfuerzo supremo para utilizar una de las palabras que oíste a la maestra de jardín decir. En ese entonces no comprendías, tus padres, tus abuelos, tus tíos, conforme ellos desaparecieron empezaste a entender la importancia de la frase “unión familiar” que todos suelen colocar en las tarjetas navideñas. Tal vez extrañas el árbol, ese que veías desde abajo con pilas de regalos y más regalos amontonados, que al llegar la media noche desenvolvías desesperadamente para luego presumir de tu nueva adquisición, o peor aún, que ahora tu pobre madre prepare infinidad de platos para compensar la soledad porque ahora la mesa queda demasiado grande, o que nadie se digne a esperar hasta las doce para empezar con la cena, solo piensas que cuando eras niño todo era mucho más simple, y por desgracia tuya, nunca volverán esos días.

Ahora caminas por las calles, y te ves reflejado en la pupila de un pequeño con la cara sucia, junto a una anciana que camina a duras penas, ambos apoyándose para caminar, preguntándose que se llevarían a la boca aquel día, cuando de repente a tu mente llega la escena de dicha pareja extraña cobijados bajo la misma manta acurrucados en cualquier esquina, ambos luchando por quedar dormidos y acelerar esa noche tan poco especial para ellos mientras el cielo explota por fuegos artificiales.